documentos de pensamiento radical

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martes, 26 de enero de 2016

LA BOLSA DEL TIEMPO



Encuentro en un armario
la bolsa de las canicas que mi abuela me hizo,
y entre sus formas y colores
me veo jugando con mis muñecos
en el corral de la casa de los Escribanos,
veo un hoyo, veo un trompo,
veo a mis amigos jugando al burro,
a la comba, al escondite,
veo un solar detrás de la Friseta
donde juego al fútbol con mi camiseta amarilla
que lleva una D recortada en cuero rojo
que mi madre me ha cosido en el pecho,
veo cómics, libros de los cinco donde leo
que beben cerveza de jengibre
y viven aventuras maravillosas
que nunca me habrían de pasar a mí,
veo a mi abuelo Quintero jugando a la brisca
los dos metidos debajo de la mesa camilla
donde arde el picón y el incienso
y el frío de la mañana nos mira desde las cristaleras del patio,
veo a mi abuela Trinidad cosiendo guirnaldas de jazmines
para ahuyentar los mosquitos,
veo una tortuga griega nadando
hasta el oscuro fondo del pozo,
veo una araña tejiendo su hilo de plata
empeñada en completar el trazado de los días.

Miro mis canicas, la hermosura de sus cristales no se pierde
tampoco lo que evocan desde sus facetas de colores,
veo una playa, pescadores, la pesada red que sacamos llenos de alegría
mientras los peces saltan por encima de nosotros,
veo tu pelo rubio, veo un amor, veo el incendio de una rosa roja,
veo un piano donde todas las notas dicen adiós,
veo tu cuerpo en las aguas del Calabazal,
veo un abejorro en la tarde tórrida de agosto,
veo un niño en un ataúd, un niño helado que me obligan a besar
porque dice mi tía Gertrudis que es lo más cerca que voy a estar de un ángel,
veo las extensas praderas de Texas, te veo en un teléfono sudado,
veo a Camilo fumando detrás de la barra del bar de la calle Carnicería,
veo el rictus de dolor de mi abuela Ángela,
veo las manos de mi abuelo Miguel,
veo las tijeras de podar del tío Frasco,
veo el rostro sereno de mi prima mientras se extingue,
veo el rostro despavorido de mi tío Juan ante la presencia de la muerte,
veo niños, muchos niños, niños que yo creí eran mis abuelos, mis tíos, mis primos
cuando solo eran reflejos de mí,
enseñanzas que me fueron más o menos transmitidas
de la única e imperfecta forma que supieron,
ejemplos, caminos ya trillados, facturas que pagar,
torres hendidas por el rayo, carros, laberintos,
avisos, barruntos, equivocaciones, errores, convicciones.

Tengo los ojos llenos de canicas,
en una me veo dirigiendo una aventura infantil
cuyo objetivo era alcanzar las orillas del Tinto
y donde por poco perecemos entre sus légamos,
en otra toco el agua confundida del Odiel,
del Guadalquivir visto en diferentes ciudades como si fuera el mismo río,
veo una vaca hinchada flotando sobre el Indo,
veo el Bagmati desde un puente, una tarde de oro,
en los años que sufrí la fascinación por Oriente,
veo el Sena desfilar por el Pont Neuf,
veo humo sobre el espejo del Hudson,
veo el Támesis cruzando bajo la torre de Londres
y hace frío, mucho frío en este fuego tan pequeño, tan delicado,
que arde dentro de estas canicas,

el tiempo debería haberlo preservado,
pero todo se desmoronó como madera podrida,
fue borrado como se borra una pizarra,
llenándolo todo de borrones de nubes
en la dura consistencia de estas canicas,
en su luz reflejándose en mis ojos
o mis ojos en la luz de su cristal,
en el fuego donde todo arde

y dentro de ellas veo a un anciano
que encuentra una bolsa de canicas en un armario.


Antonio Orihuela. Salirse de la fila. Ed. Amargord, 2015

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