documentos de pensamiento radical

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jueves, 12 de mayo de 2016

MÚSICA INCINERADA



Lo vimos llegar a la plaza del Centro Georges Pompidou. Acompañado por tres músicos de melenas rubias, desenfundó su guitarra y se puso a cantar ante un público de enamorados dormidos. Cantaba el blues con un vozarrón donde cabían todas las humillaciones padecidas por los negros de América. Su dolor trazó unas líneas que empalaban a los turistas, vendedores, retratados.

Acabado el concierto, lo abordé. Se expresaba en un francés con perfección de extranjero y supe que había nacido en Alemania Oriental. En su adolescencia libertaria salió de Rostock y con ayuda clandestina pudo llegar a Berlín. El muro no detendría sus ansias de fuga. Ya en el lado occidental de Alemania, las huidas tomaron una forma artística: se inscribió en el conservatorio. Aprendía a la velocidad de los prófugos e hizo varios cursos en un solo año. Más tarde, los diplomas conseguidos incluyeron dos premios extraordinarios de fin de carrera. Los compañeros de estudios transmitían el asombro de haberle escuchado la maestría con diferentes instrumentos: oboe, saxo, guitarra, violonchelo, piano.

Aunque obtuvo un puesto de oboísta en una afamada orquesta sinfónica e intervino en diversos discos de jazz, no permitía su imagen ni su nombre en los carteles. Mientras crecían sus destrezas, empezó a abandonar los escenarios de prestigio. El anonimato formaba parte de su concepción de la belleza y puso la excelencia artística en las terrazas, el metro, los clubes, la calle. Ningún triunfo ajeno lo hería y a veces iba a saludar a los colegas hospedados en hoteles de lujo. “Es triste, pero no va a entristecerme”, dijo de un antiguo amigo que lo recibió con displicencia.

Su pureza era benigna. Desdeñaba las sectas. Ante mí nunca negó el trato cordial al disidente; quería entender al que no opinase como él. No le gustaban ni la obediencia ni las consignas coreadas. Recuerdo que en un diálogo me aconsejó que siguiera alejado de los hombres fundidos en el grupo. En su bolso de cuero viajaban Masa y poder, de Elias Canetti, y El hombre rebelde, de Albert Camus, dos lámparas que lo iluminaron cuando se escapó de la dictadura política de su país. Pero el individualismo del músico exhibía una mesa, un plato y un techo para cualquier hombre necesitado.

Cambiaba de guitarra según el estado de ánimo. De la misma manera que conjuntaba los colores del atuendo, en días de euforia lo acompañaba una guitarra de maderas nobles y pulidas, todavía con el olor de los árboles. Un instrumento caro que sonaba con nitidez. En los momentos de violencia o borrascas interiores pulsaba una guitarra que parecía fabricada con los postes de un campo de exterminio. Sus cuerdas emitían la rabia metálica de los tendederos de Harlem. Entonces el músico curvaba el cuerpo, miraba fijamente un punto del suelo y dejaba caer una voz de ropa vieja.

La última vez que nos encontramos su música estaba de humor cambiante. Era un día ideal para tocar al mismo tiempo sus dos guitarras enemigas. Aún treintañero, se mesaba las primeras canas de su barbilla. “Peino algunos pelos del abismo” fue el verso con que inició la nueva canción. Sentí su combate entre las expresiones suaves y la manera de arrojar guijarros al Sena. Después susurró varios madrigales de Monteverdi; cantó emocionado El tilo de Schubert; se despidió interpretando con furia el blues en que Leadbelly describía su cárcel iluminada por las luces de un tren de medianoche.

Como un César Vallejo musical, se encamó con una fiebre diminuta pero imbatible y se fue consumiendo. Los médicos no conseguían definir la enfermedad. Por medio de su amante, me llegaron los mensajes sin huellas de resentimiento contra la mala suerte. Se apagó en una soledad elegante. Poco antes de morir me envió un cedé. Sólo sonaban unas notas esporádicas de oboe, algún silbido débil, el rodar de unos clavos. Incineró la música. Aquella grabación era la pequeña urna que contenía las cenizas de su arte.

No cometeré la deslealtad de escribir su nombre.



Francisco Javier Irazoki. Orquesta de desaparecidos.
Ed. Hiperión, 201
Fotografía de Juan Sánchez Amorós

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